Los datos no mienten: 69 millones de mexicanos no tienen acceso a la seguridad social. A ninguno de los sistemas, ni al IMSS ni al ISSSTE. Uno de cada cinco mexicanos, de acuerdo a Coneval, tiene carencias de acceso a atención sanitaria. Dicho indicador alcanza el 45% en algunas entidades federativas del sur de nuestro país. El seguro popular, implementado desde el sexenio de Vicente Fox, redujo a la mitad el número de mexicanos que no pueden acceder a servicios de salud. No obstante, lo hizo de forma precaria, sin ampliar la base de seguridad social y con notables escándalos de corrupción. El seguro popular quedó enterrado el martes pasado y el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador inaugura la era del Instituto Nacional de Salud para el Bienestar (INSABI).
La apuesta del Gobierno de México parece sensata. Corrijo, la aspiración de universalizar el acceso a la salud pública en México es una obligación de cualquier proyecto político que se asuma como progresista. Durante décadas, el desmantelamiento del sector público ha provocado el abandono de millones de mexicanos que hoy no tienen acceso a ningún tipo de cobertura de seguridad social. De acuerdo con el Coneval, casi 70 millones de mexicanos carecen de seguro social.
Los últimos tres gobiernos han apostado por tres escenarios: 1) excluir a millones de mexicanos que no pueden tener la atención sanitaria mínima, particularmente en Estados pobres; 2) proponer soluciones precarias, burocratizadas e insuficientes como el seguro popular; 3) empujar a que los mexicanos busquemos seguros privados, costosísimos, para evitar caer en bancarrota por una enfermedad. Un modelo así lo que provoca es la renuncia del estado mexicano a su obligación de garantizar el acceso a los servicios públicos de salud.
El INSABI tiene algunas diferencias con el Seguro Popular. Diferencias que aún son aspiraciones más que concreciones. Por ejemplo, elimina cualquier afiliación para recibir atención médica. ¿Qué quiere decir esto? Que cualquier ciudadano, que no cuente con IMSS o ISSSTE, puede atenderse en los hospitales públicos que estén afiliados al INSABI. El único requisito es mostrar una identificación oficial y la Clave Única de Registro de Población (CURP). También, está la promesa del Gobierno de México de la gratuidad -es decir, que se pague enteramente con recursos públicos- en la atención médica y en el acceso a los medicamentos. El presupuesto del sector salud para 2020 es de 271 mil millones de pesos.
Asimismo, otra promesa que hizo López Obrador es la inclusión de un catálogo más amplio de enfermedades -menos restrictivo que el seguro popular. No sabemos si eso será verdad o no hasta la publicación de las reglas de operación, pero la promesa está sobre la mesa. Y la forma de operar será mixta, entre Estados y Federación, pero con la posibilidad de que los primeros cedan su competencia y los recursos sean ejecutados exclusivamente desde el Gobierno Federal. Son cambios que pueden facilitar la universalización del acceso a la salud pública, pero el anhelo no puede opacar las dificultades y barreras que debe superar la política de salud.
De entrada, la implementación en sus primeros días, como suele ser una constante de la Cuarta Transformación, ha sido accidentada. Hubo nula comunicación, y menos claridad, entre las instancias federales y locales. Muchos ciudadanos, como mostró El Informador, se encontraron con la desaparición del seguro popular y la falta de convenios entre los hospitales locales y el INSABI. ¿Qué provocó esto? Pues que muchos ciudadanos tuvieran que pagar por la atención médica en centros de salud estatales o municipales. Otra vez las prisas y el voluntarismo sustituyen a la planeación eficaz. Con la salud no debe jugar ningún Gobierno. Seguramente veremos un 2020 en donde la implementación será el dolor de cabeza del Gobierno de López Obrador.
En el mismo sentido, existen incógnitas que son importantes para saber si la universalización de la atención sanitaria puede ser sostenible en el tiempo. Actualmente, México gasta cerca del 2.5% del Producto Interno Bruto (PIB) en salud pública. Uno de los más bajos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Y, de acuerdo a estimaciones de este organismo, México debería gastar alrededor del 6% del PIB sólo para acoger en el sistema público a los más de 20 millones de mexicanos que tienen carencias de atención sanitaria. Es decir, México debería destinar, en términos conservadores, unos 500 mil millones de pesos más para universalizar este derecho. ¿De dónde saldrá ese dinero? ¿Abrimos la puerta a una reforma fiscal? Ojalá y sí.
Y, por último, más allá del diagnóstico (en costo) y la implementación, es fundamental debatir la integración del sistema de seguridad social en México. Una de las deficiencias del Seguro Popular era la institucionalización de la desigualdad en México. Mexicanos de primera, de segunda y de tercera. Una cosa era ser cotizante del ISSSTE, otra del IMSS y, en la cola, tener que acudir al Seguro Popular. Un Estado democrático no debe permitir discriminaciones por estatus laboral. La aspiración del estado mexicano debería ser la integración de todos los sistemas y subsistemas, articulando un solo modelo que opere para todos los ciudadanos.
López Obrador no debería alimentar expectativas irreales. La seguridad social en México no será la de Suecia en 2024. Tampoco la de Dinamarca, Canadá, ni siquiera la de Uruguay o Argentina. No obstante, aunque sea inalcanzable en poco tiempo, ése si debe ser el objetivo de modelo de seguridad social. La meta. La universalización de la atención médica, sanitaria y de la seguridad social es fundamental para pasar de un país de derechos simulados a un país de derechos auténticos. De un país en donde los derechos se compran (salud, educación, transporte o vivienda) a un país en donde el Estado garantiza. Es un camino largo y seguramente la implementación será la clave para saber si el cambio es de fondo u otro parche más como en el pasado.